Un nuevo paper publicado en el Bulletin of Latin American Research replantea el uso de la fuerza por el Ejército y la Policía durante la llamada Guerra Sucia en el México de la segunda mitad del siglo XX.
Los académicos Alexander Aviña y Benjamin T. Smith describen que a finales de la década de los años 40, luego de la masacre de unos derechistas en Guanajuato, el gobierno federal aceptó un «marco» de protestas y acciones civiles que iban desde la ocupación de tierras y manifestaciones por una mejora en los servicios básicos hasta la expulsión de alcaldes o el asesinato de caciques que eran rechazados por los pobladores.
Es a partir de los años 60, cuando la postura del gobierno federal cambia radicalmente y el Estado en su capacidad represora aumenta, al expandir el número de militares de unos 67 mil en 1970 hasta 140 mil en 1990; el crecimiento también se da entre oficiales que trabajaban para la Dirección Federal de Seguridad que eran solo 120 en 1965 y para 1984 sumaban más de 3000.
Cabe señalar que es en este mismo periodo que Estados Unidos comienza a financiar las operaciones, enviar armamento, equipo táctico y entrenar “en masa” a los militares.
La intervención de Estados Unidos en la política nacional de seguridad y la elección de Gustavo Díaz Ordaz, impulsó la represión de las protestas urbanas como el uso de granderos, los halcones; sospechosos de ser guerrilleros y estudiantes radicales fueron torturados y detenidos e incluso desaparecidos o muertos. Incluso el asesinato de caciques era seguido por “campañas extrajudiciales de terror”.
Campañas como el Plan Telaraña desplegado en los 60’s contempló no solo la persecución de los grupos guerrilleros, pero también labores sociales de los militares como la reparación de escuelas y la atención médica a la población rural del país.
Al tiempo que la represión avanzaba, la tortura se volvió “institucionalizada y generalizada”. Entre los 60’s y los 80’s, la Suprema Corte avaló que la declaración inicial de un prisionero tuviera más valor que aquella ante un juez; dio luz verde a las confesiones luego de estar preso por un tiempo prolongado e incluso que los signos de tortura no invalidaban las confesiones.
Los investigadores Aviña y T. Smith afirman que los métodos de tortura que eran usados por las autoridades principalmente contra guerrilleros “dieron un salto” a otros grupos y se comenzó a aplicar contra narcotraficantes y productores para sacarles confesiones u obligarlos a pagar “derecho de piso”. A esto se incluye la violencia sexual por los agentes del Estado fuera contra guerrilleras, campesinas, las parejas y las hijas incluso menores de los detenidos o de quienes se pretendía capturar.
La persecución fue tan brutal que un hermano del líder guerrillero Lucio Cabañas afirmó que hasta 100 miembros de su familia fueron desaparecidos.
Las operaciones de la Guerra Sucia por las fuerzas del Estado, señalan los académicos, se expandió con los años de guerrilleros a narcotraficantes, ladrones de ganado, campesinos, “paracaidistas”, grupos indígenas, homosexuales, trabajadores sexuales y otros grupos marginados.
El paper afirma que estas nuevas investigaciones dan pistas de que la represión durante la Guerra Sucia “no surgió de una campaña estatal anticomunista sino de prácticas institucionales de limpieza social”.
Además concluyen que tanto las Fuerzas Armadas como la DFS obtenían parte de su presupuesto de la extorsión de grupos narcotraficantes que luego eran usados en al menos un caso documentado para asesinar a activistas de izquierda, por lo que la expansión de la persecución de los grupos criminales se trataba también de un interés económico para hacerse de presupuesto para financiar sus operaciones.
El financiamiento de las extorsiones, los vínculos entre las fuerzas de seguridad y los políticos que aseguraban alianzas en el interior del país y la impunidad, la nula persecución a los crímenes del Estado permitieron la continuación de estas políticas, sentencian.